La caja
por Alberto Irabece
Mientras la tormenta amenazaba desde el fondo de una noche sin luna con fugaces estallidos de relámpagos lejanos, las burbujas de whiskey y soda, los confortables sillones y el fuego del hogar invitaban al descanso.
Mi profesión me había llevado hasta una antigua casa señorial, situada en las cercanías de Morón, para hacer el inventario de las piezas de arte que atesoraba y que resultó, en definitiva, una ardua y monótona tarea.
Por eso no vacilé en ceder a la tentación de instalarme cerca del fuego declinante y gozar una merecida placidez etílica que fue turbada, casi de inmediato, por crujidos que atribuí a secretas querellas de los centenarios pisos de madera o desperezos de los venerables muebles que vegetaban en el caserón.
¡Quedate tranquilo -acotó Jorge, mi anfitrión, con una mirada que quiso ser cómplice- eso ya no está! ¿Eso? ...¿eso qué? atiné a decir, un tanto confuso.
¡Claro, hombre, eso ... allá abajo! -dijo señalando el piso, y agregó- La alfombra disimula la entrada al sótano ... donde se encuentra la caja.
Lo miré y después de beber un largo trago le dije, con una voz que quiso ser amable "Jorge, amigo, no molestes a eso ... dejalo tranquilo".
¡No te preocupes -me dijo excitado- existió pero ya no está ... solo dejó un recuerdo que a veces cruje! ... ¿Querés verlo?
¡No, realmente no! -dije con una sonrisa forzada- ¿es acaso el prólogo a un chiste de fantasmas?
¡Es una tradición familiar -protestó Jorge- que se remonta al siglo pasado!.
Bueno, supongo que debo escucharla -dije sin entusiasmo- pero antes brindemos por tu tradición.
Hace muchos años ... -comenzó mi amigo mientras servía la segunda o tercera ronda de burbujas rubias- ... arribó a Buenos Aires un bergantín capitaneado por un montenegrino con facha de contrabandista.
El marino declaró su carga a los aduaneros pero evitó cuidadosamente mencionar una pesada caja que nadie advirtió y narró, con todo detalle, la historia de su curiosa travesía que cumplió en tiempo récord, en medio de una niebla constante. Fue como si el viento, el navío y la niebla hubieran viajado a la misma velocidad desde que zarparon de ...
¡Basta, Jorge! -lo interrumpí- ya leí tu tradición ... la escribió Stoker en el siglo pasado y la tituló Dra...
Y poco después en una noche sin luna -prosiguió Jorge sin escucharme, ni permitir que terminara la frase- una vacilante y alta carreta, escoltada por perros cimarrones, llegaba a esta casa apenas alumbrada por un pequeño candil.
Los peones bajaron una caja de madera reforzada con herrajes, la arrimaron a la puerta y regresaron rápidamente a la capital, estremeciéndose con los aullidos de la perrada que parecía dispuesta a custodiarla.
¡Ahora siguen las palideces misteriosas, las marcas tumefactas en los blancos y aristocráticos cuellos femeninos y los collares de flores de ajo! dije con un tono deliberadamente irónico. Si ... ocurrieron sucesos extraños... -aseguró Jorge mientras se aprestaba a reponer generosamente las medidas alcohólicas- pero no de la forma que te imaginás.
En ese instante comenzó a soplar un viento imprevisto, preludio de los intensos aguaceros bonaerenses, que enfrentó las celosías contra sus marcos, obligó a las pesadas arañas de bronce a diseñar nuevas sombras y se agotó en el delicado repiqueteo de la cristalería que destellaba en las vitrinas.
¡No de la forma que te imaginás! repitió con un tono extrañamente grave, mientras descendía sensiblemente la temperatura de la sala y mi amigo proseguía con su relato.
La placidez de la vida provinciana no se perturbó por el paso de una solitaria carreta y sus peones nunca mencionaron la caja, su descarga clandestina y menos aún, la atemorizante conducta de los perros.
Y nadie advirtió, al menos en los días que siguieron al arribo de la extraña carga, la vacilante llamita que señaló el rumbo a la carreta porteña.
Pero los inciertos relatos de peones supersticiosos que se santiguaban devotamente al entrever la palpitante lucecita, al regreso de noches de chinas y beberaje, comenzaron a estimular la imaginación popular.
Nunca se supo ni nadie se interesó en saber quien guardó la caja o mantenía encendida la luz en la puerta del caserón, pero con el tiempo la paisanada evitó, discretamente y por más de un motivo, transitar por estos lugares.
Se dijo que la casona deshabitada y celosamente custodiada por los perros había cobrado un raro esplendor, oculto en parte por el gran jardín que hoy todavía la rodea y que tenía, por entonces, la exuberancia de una pequeña selva tropical y una evasiva fragancia de rosas.
Parecía que los colores de las hojas de los arboles, de las flores, de la maleza y aún de la multitud de pájaros que poblaban el lugar eran más sutiles o acaso menos convencionales que en otros lugares.
Y no faltaron las afirmaciones de aquellos que decían escuchar delicadas armonías cuando el viento soplaba del lado del camposanto y pasaba esquivo entre los eucaliptos y las palmeras del jardín filtrándose, trabajosamente, por los postigones de la casa.
Y para completar la leyenda olvidada, las niñas comenzaron a contraer el mal ... Pero ayudame a cerrar las ventanas -dijo Jorge- porque está entrando la lluvia y parece que viene con piedra.
No hice caso al pedido, acerqué una banqueta para apoyar mis piernas, y me resigné a escuchar la continuación de aquella sospechosa historia de familia.
Así fue que por ese tiempo -continuó Jorge- algunas niñas comenzaron a languidecer y enfermaron, sin causa aparente, a pesar de los cuidados de mi bisabuelo que como sabés era el antiguo médico del pueblo.
¿Tisis ...? No sé ... -dijo Jorge- ... creo que en un principio diagnosticó anemia perniciosa pero los desconfiados vecinos tejieron, obsesivamente, sus propias conjeturas.
Por eso no vacilaron en afirmar, al poco tiempo, que el mal atacaba en las noches sin luna, cuando la lamparita de la casa adquiría todo su esplendor.
Y aunque las pacientes parecían tener una vaga mejoría durante la luna llena, se iban de este mundo en la medianoche en que se reiniciaba el ciclo lunar.
No tiene sentido, Jorge, relacionar la llama de un candil que algún bromista mantenía encendida, con el triste final de una enfermedad ... -creí necesario aclarar- ... por lo demás cuanto mayor era la obscuridad, propia de las noches sin luna, más brillaría la dichosa lamparita.
Si, concedió mi amigo haciendo entrechocar los trozos de hielo de su copa, pero no te dije ... por ejemplo ... que se rumoreaba de una muy tenue aunque inquietante luminosidad en las afiladas facciones de las enfermas a la hora de los tristes crepusculos provincianos.
¿Y que dijo de eso tu bisabuelo? Nada, pero me contaron que a veces, durante las visitas nocturnas, creía ver los rostros y manos de sus pacientes levemente distorsionados, como si los contemplara a través de un papel de celofán, ligeramente opaco y arrugado. Y decía mi padre que el viejo doctor también observó que al acercarse el inexorable y temido final susurraban, en el silencio de la noche, raras letanías que no podía recordar.
Eran, en verdad, demasiadas coincidencias en una lacerante realidad que estremecía al pueblo y a sus autoridades, cuyas hijas no eran ajenas al mal ni a su doloroso desenlace.
Y en una noche de luna llena, cuando se suponía que el misterioso poder se hallaba debilitado, tres hombres penetraron en esta casa por la puerta principal, luego de forzar un candado enmohecido, ante la insólita pasividad de los perros.
Revisaron minuciosamente los cuartos y la cocina a la luz temblorosa de algunas velas, luego se reunieron aquí mismo y por fin alguien tropezó con esta anilla de hierro que estas viendo.
Con su ayuda abrieron la puerta del sótano, bajaron cuidadosamente por la escalera y descubrieron, en medio de un frío intenso y olor a encierro, humedad y rosas, la caja de madera semioculta entre luces y sombras bamboleantes.
Uno de los hombres se acercó resueltamente, levantó con algún esfuerzo su pesada tapa y en medio de la penumbra los visitantes pudieron observar el caprichoso contorno del extraño ataúd que yacía en su interior.
Luego bajó la cubierta lentamente y mientras encendía gruesas velas en sus extremos comenzó la milenaria ceremonia y las antiguas palabras latinas del sagrado rito resonaron altivamente por los rincones de la casa.
Con la invocación final del hombre santo se dejó de percibir el furtivo perfume a rosas y hasta pareció que el frío era mas soportable cuando los visitantes dejaron una pequeña cruz de plata sobre la caja y se dirigieron a la salida, luego de apagar cuidadosamente los cabos de velas ...
¿Y ...? Se cuenta que el mal cesó tan abruptamente como había empezado ... se fueron los perros ... los paisanos olvidaron sus temores ... alguien legó la propiedad a mi bisabuelo ... y la caja y su contenido crujen, en noches de amigos y tormentas, para recordarnos la vieja historia.
Tu tradición familiar fue muy interesante -mentí piadosamente- pero estoy cansado y me voy a dormir mi sueño de escocés ... con soda ...
Pero no ... -insistió Jorge- ¡apenas es medianoche y visitaremos el sótano!
La boca enorme y negra no era nada hospitalaria y tuve que apelar a toda mi voluntad para incorporarme, abandonando la cómoda butaca con un ligero temblor, que atribuí al frío de la noche lluviosa y el vaho húmedo del sótano.
Jorge se adelantó iluminando el descenso a las negras y heladas profundidades y yo lo seguí, indeciso, hasta que de pronto vimos la caja descansando sobre unos caballetes, con la cruz de plata entre los herrajes oxidados y un pequeño candil abandonado en un rincón.
Encendimos unas velas que encontramos, Jorge me pidió que sostuviera su linterna para examinar a la crucecita con más comodidad, y cuando iluminé sus manos me parecieron curiosamente deformadas, con matices raramente llamativos, como si algo casi transparente se interpusiera entre nosotros.
¡Poné la cruz en su lugar ... se escapa ...! alcancé a gritar sin soltar la linterna y antes de perder la conciencia de mis actos, entre el resplandor y el estruendo ensordecedor que surgió de la nada.
Al recobrarme me encontré en el hospitalario sillón junto a las claudicantes brasas del hogar, apretando la copa con fuerza, mientras que Jorge sonreía con su simpatía habitual y me decía: "¡Un trago y te dormís! ¡Suerte que te despabilan los truenos! Y ... ya que apenas es medianoche ... ¿Que te parece si inspeccionamos el contenido de una vieja caja que se encuentra en el sótano desde tiempo inmemorial? ..."